Mercedes Salisachs en el prólogo para Jardines del mundo, ese precioso libro sobre la historia de muchos de los más bellos lugares creados en la naturaleza, nos recuerda que éstos son precisamente uno de los inventos más antiguas surgidas de nuestra mano, hasta el punto de ser, para la tradición cristiana, el idílico lugar testigo de la aparición humana.

Las diferentes teorías de la relación hombre-naturaleza se han ido sucediendo desde el inicio de lo que conocemos como pensamiento, entendido éste como conjunto de ideas propias de una persona, de una colectividad o de una época . Domesticar el entorno para el deleite siempre fue una preocupación, hasta el punto que raras son ya las zonas del planeta que no han sido intervenidas por una u otra razón (las económicas y especulativas, las más frecuentes), pero puestos a ser bucólicos, en estos “locus amoenus” tan perfectamente reflejados por nuestro Siglo de Oro, si un jardín resulta conocido, ese siempre ha sido el contiguo a la vivienda, el paisaje que nos rodea de manera más intima.
De todo tipo y formas, desde los más antiguos, que dieron nombre hasta a una escuela de filósofos, el Jardín de Epicúreo (en realidad, parece que una huerta a las afueras de Atenas, camino de El Pireo), pasando por la infinidad de las villas romanas de los que germinaron aquellos jardines napolitanos en los que, entre batalla y batalla, Carlos VIII de Francia (1470- 1498), robó la idea de lo que serían los famosos jardines renacentistas de los castillos del valle del Loira. Hasta tal punto, que el rey «Cabezudo» escribiría desde allí a su hermano: » No os podéis imaginar los hermosos jardines que he visto en esta ciudad. Parece que solo faltaran Adán y Eva para convertirlos en un paraíso en la Tierra».
Poco queda de aquellos jardines renacentistas en Francia, casi todos fueron sustituidos en época barroca, que a su vez fueron transformándose en paisajes a la inglesa. Parece ser, que el único a imagen y semejanza es hoy el recuperado por un español en el siglo XIX, cuando compró el Château de Villandry, archifamoso por su potager o jardín de verduras.

La naturaleza, paisaje viviente, distingue dos estrategias contrapuestas a partir del siglo XVIII: la ruptura entre la tradición clasicista francesa y los gustos del naturalismo empirista inglés. Dos modelos enfrentados, el primero sometido a la tiranía de la tijera de podar, a la táctica de resistencia al desorden natural; la segunda, en alianza con ese “desorden” en los jardines paisajísticos ingleses.

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Hegel, declarado enemigo de la belleza natural, critica la arquitectura de los jardines, sobre todo de los ingleses desde su nostalgia clasicista; en oposición, Addison y Pope (!pintad cuanto planteís!, decía), proponen borrar la geometría impuesta en los jardines versallescos enfrentada a las composiciones irregulares y asimétricas en el modo de tratar a la naturaleza, y a la vez, reconfigurar y apropiarse de los materiales que la historia artística pone a su disposición. Los ingleses defendían una belleza relativa, junto con algún grado de belleza original, un paisajismo concebido en el ensamblaje de jardines diferentes. Estas ideas datan de 1725, y son por tanto anteriores a la incorporación de la jardinería -Gartenkunst- en la división de las artes de Von Humboldt y Kant, cuando este último afirme en su Crítica del Juicio que “el arte no puede llamarse bello más que cuando teniendo nosotros conciencia de que es arte, sin embargo, parezca naturaleza” y lo eleve al nivel de la pintura o incluso a una división en el arte de la pintura.

La casa, el jardin, el hortus conclusus… “Eres huerto cerrado hermana y novia mía huerto cerrado, fuente sellada”. Así reza uno de los pasajes de El Cantar de los Cantares . Siglos después, esta fue el refugio deseado por los Prerrafaelistas, huyendo de un mundo que ni les gustaba ni entendían les representaba. La moda medievalista inglesa de mediados del XIX hizo resurgir conceptos olvidados, como la partición geométrica cuatripartita con fuente o templete en el centro, tan característicos de monasterios y abadías del medievo. La mímesis además de la literatura fueron fundamentales para los seguidores del ideario de John Ruskin, instados a volver a la naturaleza frente a las tendencias académicas neoclasicistas imperantes. Así, la Hermandad Prerrafaelista, un grupo de la Inglaterra victoriana con avatares diversos nacido en 1848, es para muchos, el primero en las vanguardias por su carácter rupturista, nombre propio y un programa perfectamente definido y difundido a través de una publicación, The Germ.
El esteticismo fin de siglo desarrollará más si cabe el paisaje artificial y otras figuras del aislamiento que se convierten tanto en prisión como en protección frente a la fea y amenazante realidad.

En Francia, Claude Monet deja su casa de Argenteuil en 1883, centro de reunión para Renoir, Manet, Pissarro o Caillebotte. Con el grupo de los impresionistas ya disperso, alquila una casa algo desvencijada en Giverny a orillas de un riachuelo y despliega todo su amor por la jardinería siguiendo de forma heterodoxa el modelo francés, con una profusión y abundancia que por su cercanía creaba una especie de difuminado de colores que pintó durante más de veinte años. Porque para Monet entonces, igual que para Cézanne, todo eran flores, de maneras muy diferentes eso sí. En Monet sin un sistema preconcebido, agrupando pinceladas anchas, punteadas, pequeñas manchas, masas de color en sus verdes y azules. En Cézanne una profusión patente en toda la obras desde los estampados textiles a los exteriores de la casa familiar en Jas de Bouffan, cuando «vuelca» en el agua del estanque las formas del jardín convirtiéndolas en color. Y es en ese agua que luego haría tan famoso a Monet, donde se encuentran, según Joachim Gasquet, los cimientos de su pintura.

Imposible hacer mención todo lo que ha dado de sí la naturaleza domesticada en la literatura y el arte: jardines paganos, cristianos o asociados al poder, al amor galante y al amor divino. La metáfora y el recuerdo recogidos en olores y ensoñaciones. Escritura, lectura y paisaje como vasos comunicantes en paraísos íntimos. Jardines escritos, como los que relata Penélope Lively en su infancia de El Cairo, o las vicisitudes de Von Arnim en un terreno baldío en Pomerania.
Todo vale si es posible, de alguna manera, recuperar los recuerdos, de la magdalena de Proust a una canción que nos devuelve siempre a la búsqueda de un tiempo ya perdido. Y como me puede ese pasado ochentero, dejo esto:
Imagen destacada: Little Sparta en Lanark, cerca de Edimburgo, Escocia.
En el estante:



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